Felipe Maya
Nunca falta un burro en el camino
Publicado: 03 de NOV 2015 en Arte y Entretenimiento
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No puedo discernir, ahora mismo, si mi hermano menor generaba los planes más primitivos y ambos los llevábamos a cabo o al revés, yo era la mente “maestra” y lo enviaba primero para no perturbarme en caso de accidente. Las dos cosas ocurrían, supongo. Una de mis ideas prototipo (de penoso resultado), dejó a mi consanguíneo con un diente negro durante la mitad de su niñez. No especificaré cómo su cara llegó a una esquina mientras esbozaba una sonrisa de vértigo ni tampoco calcularé la velocidad generada por el artefacto propulsor. Imaginen qué se necesitaría para hundir el diente a un ser querido. Parecía piano de primaria: con las teclas disparejas. “Esos niños fueron educados en una granja” era la opinión, no muy respetable entonces, de una tía soltera.
Para no poner en duda mi capacidad intelectual, dejaré de ventilar las originalidades de mi niñez. Al final del cuento, recibí el oportuno tatequieto (como diría una abuela): mi hermano mayor, no sé bajo cuáles artilugios de magia negra, me convenció de leer un libro: El Hobbit. Esa fue la mejor medicina para serenar mi ímpetu juvenil. Bilbo, aventurero en potencia y perezoso en acto, sirvió de pretexto para detonarme el gusto por la literatura. Descubrí panoramas insospechados y mundos enigmáticos. Comencé así un viaje por la mente de los mejores escritores —hurtando opiniones, casi sin percatarme— mientras conocía realidades cercanas, lejanas, históricas o ficticias. Admiré virtudes, contemplé ciudades, sufrí injusticias, amé doncellas y tantos etcéteras como libros excelentes desfilando entre mis manos.
En nuestro país, las estadísticas de lectura dan grima. Disgustarían a un molusco. Basta revisar los índices proporcionados por la UNESCO algunos años atrás: no llegamos en promedio, a concluir tres libros anuales por cabeza. El dato es como para matar de risa a un alemán (a mí, en cambio, me es más hilarante cuando en los chistes gana el mexicano). Pero nos estancamos en la broma y evadimos la realidad. No sabemos leer y se nota: nos duele poco el mundo, entendemos parcialmente las noticias y dejamos gobernar al primer bufón que alza la mano.
Si queremos comprender nuestro entorno para arreglar la situación nacional, es menester aumentar los hábitos intelectuales. La lectura, aquí, es primordial. Don Nicolás, famoso por sus agudos aforismos, pasó refugiado durante años en su monumental biblioteca en Bogotá. “Ese nerd sólo conocía el olor de sus libros” bramaría un torpe. La verdad, en cambio, opina distinto. Este hombre obtuvo las herramientas necesarias para ser muy de su tiempo, gracias a la afición por leer. No se ausentaba del mundo absorto en sus libros, simplemente tomaba distancia para analizar mejor. Platicaba, con quienes más experiencia tenían, sobre innumerables temas. Lo diré con sus palabras: “El hombre no se comunica con otro hombre sino cuando el uno escribe en su soledad y el otro lee en la suya. Las conversaciones son o diversión, o estafa, o esgrima”. No es gratis, por eso, que un historiador europeo calificara al siglo XX como “el siglo de Nicolás Gómez Dávila”.
Debemos luchar contra el tedio y la pereza para pensar. Con las redes sociales es más patente la proliferación de banalidades y menudencias. Es más fácil ver un video que leer un artículo. Muchos que ignoran los atropellos cometidos por el Estado Islámico se apresuran, eso sí, a compartir un “video viral” de un perrito con parálisis facial. No es falta de información, es modorra intelectual. Citaré de nuevo a Gómez Dávila pero a modo de profeta, a ver si nos fijamos objetivos más exigentes: “La historia no muestra la ineficacia de los actos sino la vanidad de los propósitos”.
He sacado una pequeña y sesgadísima muestra de las causas habituales por las que amigos, conocidos y parientes no leen. De ordinario, hago esfuerzos titánicos para no expresar las ideas del modo como las pienso. Ustedes, pues estamos en confianza, seguramente guardarán mi secreto. Dejaré a la vista lo que grita mi imaginación cuando averiguo si la gente lee o no:
“No, yo no leo porque en la escuela me dejan mucha tarea”. (¡Vaya! Creí que la tarea más importante era formarse el juicio). “No me da tiempo”. (¿Necesitas más de veinticuatro horas o qué?). “Sí me gusta leer pero todo el día ando en friega” (Pues mira cómo engañan las apariencias: cualquiera juzgaría, preciosa, que reposas todo el día mientras te alimentas como jabalí). “No puedo porque soy hiperactivo” (Te comprendo. Padecí de lo mismo. A ver si encuentras una medicina del “doctor” Tolkien: es tan poderosa que tranquilizaría a un colibrí). Y no falta quien se cree simpático: “Que lean los burros, que yo ya sé mucho”. (Ya verás, inútil, las coces que te daré por semejante proverbio).
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