Felipe Maya
Manda el patrón, no la rubia.
Publicado: 04 de ENE 2016 en Bienestar y Salud
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Cuando conocí a Marcela, me localizaba a ocho metros de altura sobre ella. Desde allá la seleccioné, en mi interior, como quien aparta el mejor diamante para su colección. No recuerdo si estaba yo por los doce o trece años (es lo mismo, en ambas edades era igual de animal) y ella por sus diez y en desarrollo (aunque a mí me parecía una obra maestra terminada a la perfección). Tenía por piel una capa de marfil y dos glaucos mediterráneos le servían de celosías; en la corona le nacía una cascada de fuego que acariciaba —esporádicamente— de manera elegante y exquisita; la quijada —cuadrada y fuerte— daba una inquietante sensación de paradoja: entre dama de corte y cazadora aguerrida. Era poderosa y ágil; se leía esto en sus hombros pues —sin dejar de ser deliciosamente femeninos— delataban una estructura vigorosa y ejercitada. Marcelita era atleta y muy pronto se convirtió además, en mi compañera para escalar.
Yo, como los asnos, no era feo en ese entonces. Tampoco era majo. Mi nariz ya empezaba a tomar distancia para estar más holgada y mi hormona de crecimiento se entretenía en otros quehaceres (menos el propio, claro). Mis brazos eran considerablemente musculosos y eso —intuyo— me daba la certeza de que Xena, mi nueva princesa guerrera, se fijaría en mí. Y se fijó. Marce y yo fuimos novios, los fines de semana, durante casi dos meses. En una ocasión el instructor, mientras nos contemplaba desde lejos batirnos en una graciosísima guerra de agua, exclamó: “Así comenzaron papá y mamá…”. Nuestra relación era maravillosamente inocente y ser novios consistía en saberlo y nada más. Yo, cual curador de museo, procuraba acercarme poco a la escultura para no deteriorarla. Solamente una vez la besé e intenté recordar ese momento para siempre. Ya antes había tocado otros labios pero los suyos eran, sin duda, los mejores.
Un sábado y para siempre, Marcela no regresó. Escalar nunca fue igual. Me faltaba Artemisa. Por largo tiempo (meses interminables de calendario infantil) estuve contemplando la calle, con nostalgia, para ver si la cabellera rubia de mi heroína aparecía en la lejanía. Extrañaba esa sonrisa sincera, la grata compañía y, sobre todo, echaba en falta la responsabilidad de saberme poseedor de una belleza exagerada que el destino —para compensar la broma de mi nariz—, me puso delante. Cada quién siguió su comedia (de tramas opuestas), desconociendo la del otro.
Tiempo después supe que Marce, ya mayor, había sido internada. A esa diosa en miniatura (que cuidé con esmero) por momentos no le apetecía vivir e intentó suicidarse. Desconozco las causas del triste asunto; no es fácil hablar con ella: nos separan lejanos escenarios. Cuando repaso en mi memoria la viveza de sus ojos y su risa, me es complicado entenderla: no comprendo ese egoísmo para privar a sus seres queridos de tan fabulosa existencia. Yo, así como encantado ansiaba los fines de semana para verla ser ella, hubiera esperado —también encantado— todas las noches de mi vida para verla despertar.
Probablemente le sucedió como a tantos: fincó la felicidad en recibir, más que en dar. A veces ocurre: deseamos que otro ser humano, repleto de errores, nos regale la felicidad; pero así, el mundo es difícil. Lo peligroso de buscar la plenitud en los demás, es que al final nos encontramos a nosotros mismos —llenos de miserias y vacíos— y eso, entristece. El desconsuelo de hallarnos insatisfechos puede ser tan insoportable que incluso una estrella, como Marcela, podría preferir disiparse voluntariamente.
No soy experto en el tema y seguramente Marcelita jamás lea este reclamo. Hablo desesperado, sin herramientas, como quien trata de apoyar a un ser amado. Si pudiera acercarme a su mejilla (lo suficiente para no contaminarla), le diría un secreto: la felicidad es el desproporcionado resultado de una vida de renuncias y generosidad. La gente feliz no piensa en sí misma. Los seres más alegres no intentan serlo: entregan su vida, con esfuerzo e incluso dolor, para servir a los demás. Una buena madre no cambiaría su vida, de ordinario heroica y sacrificada, por la de una reina venerada por todos; está tan absorta, sirviendo y amando, que no se plantea recibir algo y eso, sin buscarlo, le hincha el alma de gozo.
La realidad no piensa, por suerte, con lógica humana: las mejores aventuras son aquellas en las que no deseábamos participar; un postre, por delicioso que sea, no se disfruta tanto si lo tomamos a escondidas; las personas más ricas, normalmente, se hallan solitarias; somos más sanos cuando no nos desquiciamos por estarlo; quienes lucen muy fuertes, son más vulnerables y, sobre todo, el único ser del que podemos esperar amor y corresponde sin falla, es Dios. De los hombres es mejor no esperar cariño, sino darlo. No esperar satisfacción, sino entregarnos generosamente para hacerles la vida agradable. Intenta, Marce, poner esto en práctica (te bastará una semana) y verás cómo se disfruta la vida aunque aparentemente, estés pasándola mal. No permitas jamás que tu corazón se llene de spam publicitario, de ese que vende la felicidad donde no está: disfrutar el momento, sentir el menor dolor posible, recibir todo el cariño que “mereces” y poseer cuanto te apetezca...
Fui algo culpable por maleducar a esa mujer con mi filosofía tropical: las rubias mandan. No todo debe ser elección nuestra. No decidimos —como escribió Juan Luis Lorda— en qué sentido tiene que circular nuestra sangre ni cómo va a ser nuestra digestión. La vida es un regalo y su duración también. Marcelita, dejo en tu nombre un último consejo: eres una obra de arte en desarrollo y para ser cada día más hermosa, necesitas luchar por ser, también cada día, más virtuosa. Eres la artista eficiente y Dios, el artista formal. Déjalo a Él decidir cuándo la obra llegó a su culmen y tú, esfuérzate por ser, en todo momento, un excelente cincel.
Manda el patrón, no la rubia.
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