Entre la avena caliente y mi libro de matemáticas, me es difícil recordar cuál me desagradaba más a mis nueve años. Me inclino, tal vez y por muy poco, a lo segundo. Era un libro anaranjado, desproporcionadamente grande y  de firmísimo empastado (el único capaz de permanecer incólume ante los sablazos de la indestructible flauta Hohner). Estaba diseñado, sospecho, para matarnos de escoliosis a los alumnos de tercero y, para rematar, venía infestado de problemas, a simple vista aritméticos pero capaces de transformarse —con agobiante  frecuencia— en problemas personales.

Recuerdo todavía un ejercicio y mi pertinente respuesta: Si Juan se sube a una báscula y la misma marca 50 kg, ¿cuánto marcará ésta, si Juan  levanta una pierna? Yo, disgustado, anoté: no tiene solución porque no viene el dato de cuánto pesa la pierna. Sólo había dos motivos considerables para madrugar al colegio: las extraordinarias lecciones de arte y las batallas campales del recreo (ya saben, repartiendo estocadas con la Hohner, a diestra y siniestra, para acomodar enemigos en la enfermería). El diseñar estrategias de guerra fue más fructífero que las tareas y, transcurrido cierto tiempo, me inscribí en la Facultad de Ciencias.

Una persona, escasos días atrás, me sorprendió con una pregunta: ¿en las matemáticas, hay dogmas? Sentí un levísimo estupor por la originalidad de la cuestión pero me repuse prontamente y le aseguré: ¡claro!, sí los hay. Asumimos una idea, lejana a la realidad, de que en las ciencias todo es razón; sin embargo, la misma ciencia parte de cuestiones de fe. Lo diré contundentemente: el núcleo profundo de toda ciencia, es una creencia. Si analizamos, por ejemplo, la geometría euclidiana, notaremos cuál es su respectivo “credo”:

Creo en que por dos puntos siempre se puede trazar una recta.

Creo en que un segmento de recta puede prolongarse tanto como se desee.

Creo en que puede trazarse una circunferencia dado un punto y un radio.

Creo, firmemente, en que todos los ángulos rectos son iguales entre sí.

Creo en la equivalencia del quinto postulado que reza: por un punto exterior a una recta, puede trazarse una única paralela a esa recta que pasa por el punto dado.

Una vez proclamada su fe, los geómetras comienzan a elaborar (no exentos de mortificación, renuncias y sacrificio) un edificio de teoremas, corolarios y proposiciones que da imaginaria solidez a la geometría plana del espacio. Todo, claro está, con un celoso rigor racional y un exigente escrúpulo para brincar de una afirmación a otra sin acarrear errores lógicos ni argumentar con mentiras. De esa forma se aseguran por ejemplo, afirmaciones de este estilo: los ángulos interiores de un triángulo, suman dos ángulos rectos (180°); las mediatrices de los lados de un triángulo concurren en un punto; el circuncírculo de un triángulo biseca a cada uno de los segmentos determinados por el incentro y los excentros.

Pero es más fácil domar inteligencias que voluntades. No faltaron los rebeldes —cual Lutero— y pusieron en duda el quinto dogma de Euclides. A estos herejes (Lobachevsky, Bolyai y Gauss) sencillamente no les movía tanto fervor y montaron su propia religión. Tenían una moral más laxa y únicamente daban fe de los cuatro primeros postulados (los llamados, antes y mal, dogmas). Surgió así la primorosa geometría hiperbólica y después, como una secta dentro de la secta, Riemann se convirtió en pastor de la geometría elíptica.

Las deducciones matemáticas son tan efímeras como su credo. Es decir, hasta las más rotundas afirmaciones se tambalean, al atacarse la fe inicial. Así ocurre, por poner un ejemplo, con el teorema antedicho de triángulos: los ángulos interiores en un triángulo no suman 180° (en geometrías hiperbólicas y elípticas). Las demás ciencias intentan matematizarse para revestirse de solidez, pero —insisto— la fortaleza de las matemáticas depende de los axiomas del matemático, de su credulidad, de sus dogmas. A pesar de eso, hay quienes rinden fe ciega a la ciencia.

Ejemplos de lo anterior, hay por doquier. La concepción del infinito (si potencial o actual o lo que diga el ministro en turno) detona modos ajenos de laborar. Pitágoras, de carácter más bien fanático si nos valemos de leyendas, indudablemente nos habría ahorcado al vernos trabajar como si tal cosa, con los infinitos del cálculo integral. En su época el infinito era una posibilidad y no un pastel para repartir (y aproximar) a placer. La teoría de conjuntos, según los afanosos estudios de Loren Graham y Jean Michel Kantor, avanzó satisfactoriamente al entrelazarse con la mística de una secta rusa: los adoradores del nombre.

Como no he perdido el gusto por dar espadazos, lanzaré el último para finalizar este artículo: me enfurecen los “científicos” que desacreditan creencias religiosas. Hay axiomas religiosos más plausibles que axiomas científicos. Dice Chesterton (en Ortodoxia) que las religiones parten del pecado y el pecado, a mi modo de ver, es una realidad que cualquiera puede sentir; es un desorden y lo saboreamos a diario, lo palpamos en esa ruptura de la inteligencia y la voluntad; esa ruptura culpable de impedirnos hacer aquello que la razón dicta como conveniente: levantarnos a tiempo, ser ordenados, pacientes, honestos, trabajadores, etcétera. Ya quisieran un punto en el espacio, una recta y un círculo, ser una realidad. Aquí, sin más, envaino mi toledana, me tercio la capa y trazo una galante reverencia.