Hay conocimientos adquiridos por observación, legados que nos transmiten las sociedades. La dinámica del fruitcake navideño no es la excepción. Tal vez la aprendí tarde, pero la aprendí. Fue a mis quince años. Era un diciembre como casi todos los diciembres en la adolescencia. Entré a la cocina —los especímenes normales de mi época entrábamos cada cinco minutos a la cocina buscando un mundo mejor— y ocurrió un milagro: no tuve que abrir el refrigerador y hurgar por todos sus rincones para ver qué más me zampaba como había estado haciendo toda la tarde. En un corto lapso, una amiga de mi madre había llevado un fruitcake por ser fechas de amor y de paz. Ni siquiera lo medité. Serví leche, abrí el regalo, fui generoso conmigo y fui feliz.

            La lección no tardó demasiado. Había pasado poco tiempo y aún conservaba esa mirada de triunfo que pone el gato después de robar la alacena. De pronto, los gritos de mi madre…ya sabrán la que se armó. El chiste —­y era precisamente lo que yo aún no sabía— es que el fruitcake ni siquiera hay que abrirlo. Así como viene se va. Mi paladar adolescente estaba cegado para notar que ese pan sabía espantoso. Era un mal híbrido, un cruce fallido,  entre mantecadas Bimbo y Panditas. Lo que era menester hacer cuando se recibía un fruitcake, era agradecerlo con mucho cariño y a la primera oportunidad, endosarlo como regalo a otro pariente. Así todos guardaban las apariencias y nadie probaba el susodicho presente.

            De entrada­ no me sonó muy lógico, pero “a su tiempo maduran las uvas”. Yo mismo lo  corroboré, años después,  cuando a un conocido le llevaron un “detallito” caducado el año anterior. Tal vez los magnánimos benefactores fueron los últimos en la cadena de regalos (las navidades pasadas, obviamente) y decidieron guardarlo para la posteridad, sin tomar en la cuenta los inconvenientes del espacio-tiempo…

            A veces todos pensamos lo mismo pero esperamos que aparezca un valiente dispuesto a gritarlo; pues bien, yo —en nombre de todos los mortales— me levanto ahora contra el inmortal fruitcake, para que no arruine tan gratas y piadosas fiestas. Les deseo, de todo corazón, una Navidad cerca de la Sagrada Familia y, claro está, lejos del panettone. Dense el tiempo de contemplar a ese Dios que se anonada por nosotros en la fragilidad de un niño,  y no permitan  que el ruido de los festejos, desvíe su atención del festejado. ¡Feliz diciembre a todos!