Hace algunos años, cuando mis alumnos, amigos y colegas me preguntaban ¿qué estudias?, y les respondía “musicología”, la reacción inmediata –de la mayoría– era una nueva pregunta: ¿psicología? –No, musicología. Investigación musical. Este último término lo usaba para aclarar de forma aproximada el sentido de una disciplina desconocida hasta hace pocos años, prácticamente en su totalidad. Al poco tiempo dicho fenómeno dejó de asombrarme, para cada vez preocuparme más.

Y dejó de asombrarme, porque al observar a mí alrededor, me di cuenta de que, en efecto, Puebla es uno de los estados del país que tiene más universidades y escuelas de todos los niveles. Sin embargo, lo que para mí era obvio: que las humanidades son el fundamento y una parte sustancial de la formación integral del ser humano, desde la infancia hasta la edad adulta, no lo es ni para el sistema educativo nacional y mucho menos para los diversos niveles sociales. Sólo contadas instituciones, y de éstas sólo un puñado de personas, están interesadas con honestidad y sinceridad en el desarrollo humano del individuo.

El golpe más duro, que al respecto he recibido, fue cuando el director de un preescolar, con orgullo y pedantería me citaba la lista de materias que los niños estaban obligados a estudiar: matemáticas, gramática y español, lectura, y algunas disciplinas duras. La cuestión es que, en primera y en el fondo se notaba que el interés primordial era tratar a los niños como objetos, como parte de una competencia despiadada, y en segunda, que en ningún momento llegó a mencionar alguna materia relacionada con las humanidades y el desarrollo de la infancia a través de actividades lúdicas. ¿Cómo es posible que puedan existir escuelas como éstas, que se permite o autorice su funcionamiento y que haya padres inconscientes que dejan a sus hijos en manos de mentes tan perversas?

Más allá de un análisis estadístico, que reforzaría una percepción de la situación mencionada, me lleva a concluir que resulta lógico que términos como historia, tradición, investigación, comprensión, análisis, crítica, ideología, reflexión, entre otros, –y ya no diré “musicología”– escapan a muchos individuos, ya que se ha sustituido intencionalmente por términos como economía, política, administración, relaciones exteriores, y otros similares. Y con ello no quiero decir que esté mal tener estas palabras en mente, sino el uso indiscriminado que se ha hecho de las mismas como cotidianamente se puede observar, sin conocer su verdadero significado y aplicación, y con un entendimiento superficial del concepto. De tal suerte, que se llegan a términos como “Universidad humanística”, “Liceo universitario”, entre otros, y en las que con toda seguridad dicha institución carece de alguna disciplina o asignatura relacionada con la formación humana del individuo. Por tanto, estos nombres en realidad se usan de forma rimbombante, excéntrica, denotando así otros tipos de intereses: obtención de recursos, fama, adquisición de infraestructura y mentes dúctiles de manipulación, y en el fondo de un sentido superfluo.

En todo caso, si bien llegué al campo de la musicología quince años después de haber iniciado mis estudios formales de música, mi reflexión es que tal disciplina me ha permitido adentrarme a un mundo, no sólo del arte sonoro, sino de otras áreas, a través de la observación de un amplio panorama. He podido entender que se pueden establecer múltiples relaciones y ver el mundo de forma crítica y propositiva. Digo esto con cierta ignominia, porque si bien tuve guías, profesores y mentores que anteriormente dejaron en mí excelentes enseñanzas y legados, fue hasta mi llegada a la musicología donde hubo un interés probo, por inculcar en mí y en mis compañeros herramientas para la reflexión crítica.

Y esto es solo un signo de que el sistema imperante –y no me refiero sólo al actual– nos ha orillado, nos ha obligado ciegamente a dejar de lado las herramientas propias de la crítica, de la búsqueda de soluciones a una gran cantidad de situaciones, menor o mayormente problemáticas, que atañen a diversas áreas, disciplinas, niveles sociales y académicos. En principio, y para concluir este texto, puede quedar simplemente la pregunta sobre cuántas veces hemos reflexionado acerca de nuestro quehacer disciplinario, sobre el sentido que éste tiene, y cuáles son sus aportes y las contribuciones que podemos hacer hacia nuestro entorno, hacia nuestra realidad.

Este texto fue publicado en el diario El Popular, Puebla, Pue., México, el lunes 27 de octubre de 2014, en la sección de “Farándula y Cultura”, en la columna semanal “Son, sonata y rock”; Mónica Delgado, editor; Valeria Bautista, diseño editorial.