Liliana Bretón
NUNCA RECORDÉ TU NOMBRE… Y LLORÉ
Publicado: 03 de FEB 2014
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Una de esas tardes en que mi hija y yo nos íbamos a encerrar al cine, nos encontramos con un estreno de Robert DeNiro y sin pensarlo elegimos esa película. Era 1999.
Ya instaladas en la sala, con nuestras inevitables palomitas mantequillosas y enchiladas, fuimos testigos de un despliegue de talento que nos golpeó y sacudió sorpresivamente y, por lo menos a mí, me dejó una insaciable necesidad de seguirlo viendo y no despegarme de él.
Descubrí que el nombre del güerito de esa arrolladora actuación era Philip Seymour-Hoffman, quien descaradamente se la pasó burlándose del personaje de DeNiro hasta provocar su admiración ante mis empañados ojos y sollozantes suspiros. La película se llamó Flawless (Nadie es Perfecto en México) y me atrapó a tal grado que, sin salir del cine esa tarde, la volví a ver, no sin el típico y tradicional semi-reclamo “ay mamá” que se silenció en cuanto la omnipresente actuación regresó a la pantalla… con una segunda dotación de palomitas, por qué no.
Con mucho cuidado y puntualidad, fui siguiendo el ascenso de su carrera y, sobre todo, lo apabullante e intenso que era cada uno de los personajes que fue interpretando a través del tiempo. Me resultaba asombroso cómo cada papel, por menor que fuera, lo desempeñaba hasta el desgarramiento, con una fuerza inenarrable y, sobre todo, sin el más mínimo temor que implica el desnudarse ante el mundo para interpretar de esa brutal manera.
Una de sus más enormes virtudes era que traspasaba la pantalla y te tocaba el corazón. Parecía que lo estabas viendo en vivo y que en vivo te llevaba y te arrastraba hasta un lado de él para que atestiguaras cada escena como si fuera una vivencia propia y te dejaba agotado de tanta potencia actoral. Eso lo hacía cercano, parecía alguien que conocías en persona, tal era la vida que le daba a sus personajes y tal era el involucramiento que provocaba en todos nosotros.
Me costaba trabajo repetir su nombre… como si tres palabras sencillas se resbalasen siempre afuera de mi memoria y sólo me dejaban con la añoranza de su próxima aparición en mi pantalla.
Se fue y lloré. Lloré de tristeza por la acostumbrada y cercana presencia, que me era familiar. Lloré de coraje por haberse dejado vencer por una maldita droga. Lloré de nostalgia por todas las películas de él que ya no voy a ver. Lloré del dolor que te deja algo irreparable, insustituible y entrañable… Lloré, aunque no me acordara bien de su nombre.
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