Para los amantes, analistas y personajes relacionados con la política, la espera terminó, después de cuatro años y nueve meses, tiempo que lleva Enrique Peña Nieto en la Presidencia de la República, al fin, el proceso sucesorio de 2018 comenzó.  

En el acto con motivo del arranque, el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, garantizó la transparencia y legalidad de los comicios, asimismo exhortó a los partidos y abanderados a conducirse con apego a la Constitución; algo que en los años recientes han olvidado.

Más allá del significado que tiene la llegada de una figura que gobernará nuestro país, existe el clásico ejercicio de cada seis años: la carrera –desenfrenada- para alcanzar la candidatura y más tarde, el camino que la conducirá hacia Los Pinos.

Cientos o quizá miles de personas han manifestado su intención para contender en este ejercicio democrático, algunas de un modo más institucional, es decir, guardando las formas y siendo respetuosas de las reglas de su respectivo partido; otras, buscando ser ungidas bajo las siglas de una fuerza política, incluso sin pertenecer a ésta, pero con arraigo entre la comunidad; y las terceras, quienes intentan “madrugar” a sus adversarios con estrategias fuera de la ley.

Acortar el camino  

Por desgracia, la mayoría de políticos mexicanos elige la última vía, ya que les permite estar presentes en todo momento en la escena mediática y así, posicionar su imagen de una forma más rápida, por ejemplo, a través de debates, entrevistas, foto reportajes, inserciones o desplegados (muchas veces pagados por ellos mismos).

Romper con el espíritu de la Carta Magna es una práctica cada vez más frecuente de la clase política nacional, que ve en los vacíos o lagunas legales la oportunidad para acortar el camino hacia su nominación. Lo anterior tiene una explicación y su origen data de muchos años.

El “tapado”

La tradición del “tapado” y “destapado” en México es muy añeja, desde la época dorada del priismo, allá por mediados del siglo pasado, la cual consistía en el ocultamiento presidencial por largo rato del sucesor, así como la tardanza en la develación del mismo. 

Así, todo aquel que tuviera alguna aspiración debía someterse a esta regla no escrita de la política que, por un lado mantenía la disciplina de todos los miembros de un gabinete y por el otro, ayudaba al titular del Ejecutivo (federal o local) a evaluar el desempeño de sus favoritos.

Todos los mandatarios acudieron a dicha práctica, la cual tenía su punto cumbre –en muchas ocasiones- después del quinto Informe de Gobierno de cada sexenio, esto es, entre el 1 de septiembre (día en el que se rendía) y el 1 de diciembre (fecha en la que un presidente mexicano asume el poder).

Adiós a la práctica

Quizá la versión final del “destapado” se dio en 1999 durante el periodo de Ernesto Zedillo, quien ungió a su entonces secretario de Gobernación, Francisco Labastida, a pesar de la resistencia de algunos priistas como Roberto Madrazo y Manuel Bartlett.

Con la llegada del panismo en 2000, los tricolores dejaron de estar en la órbita del presidente, lo que les permitió mayor autonomía de funciones y libertad para la implementación de su estrategia. Los otros partidos tampoco siguieron con ese ritual, por el contrario, fomentaron la lucha interna que más que una sana competencia, terminó siendo una “guerra intestina”, factor de divisiones. 

El 2018 se acerca y con él, diversos cargos en disputa: una la presidencia, 500 diputaciones federales, 128 senadurías, 9 gubernaturas y alrededor de 3 mil 400 cargos locales entre ayuntamientos y diputaciones; mientras tanto, los movimientos en los partidos son claros, pues los políticos de la actualidad saben que el “autodestape” es la diferencia entre ganar o perder.    

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